Un viaje de recreo a las Termas Pallarés sitas en Alhama de Aragón me ha acercado a José Luis Sampedro, autor que tenía tristemente olvidado en mi biblioteca personal, y al que por razones a las que todavía no sé poner nombre, siempre había tenido en estima. El asunto es que Sampedro encontró en Alhama un remanso de paz y un espacio de sanación, allí conoció a su segunda mujer, Olga Lucas, y allí se casa con ella. Es por esta vinculación de Sampedro a Alhama que desde hace unos años puede visitarse «Viaje a la libertad», una exposición-homenaje al autor organizada por la Asociación Amigos de José Luis Sampedro. Y este hecho fortuito hace que tome La sonrisa etrusca en las manos.
Desde hace ya unos años, cuatro aproximadamente, ando leyendo artículos, webs, foros y plataformas variadas sobre educación y crianza. Supongo que es una parada obligada cuando decides ser madre, en ese momento temas que hasta el momento han pasado desapercibidos se convierten en tema central y comienzas a fagocitar información de muchas fuentes y algunas de ellas con una fiabilidad sospechosa. Es un tema jugoso del que todo el mundo tiene opinión. El caso es que leyendo La sonrisa etrusca he tenido que sonreír en más de una ocasión cuando el viejo calabrés no entiende esas formas modernas de criar a un bebé al que dejan a su suerte durmiendo solo: ¡Pobrecillo, toda la noche solo! ¡Si todavía no habla!… ¿Y si no les oyen llorar? ¿Y si le da un cólico sin tener a nadie o un ahogo con la sábana? ¿Y si le muerde una rata o una culebra, como al mayor de Piccolitti? Bueno, aquí no hay culebras, no aguantan en Milán, pero ¡ocurren tantas cosas…! ¡Brujas, que estará esto lleno, y de mucho aojador malnacido…! ¡Pobre inocente abandonado!
El viejo urde un plan, no dejará a Brunettino solo a la deriva, lo acompañará en su educación física y emocional, desde bien chiquito. Así lo piensa y así lo hace. El Zío Roncone monta un campamento de madrugada para dormir, cual partisano en el monte, a los pies de la cuna del pequeño Bruno. Él lo va a proteger, rozando su piel contra la del bebé, y con su presencia tranquilizadora. Es curioso cómo vamos modificando las conductas, la educación y el pensamiento; cómo en ocasiones nos alejamos del sentimiento primitivo en pro de la ciencia y cómo, en ocasiones, ese sentimiento es superior, natural y prevalece. No en todo estoy de acuerdo con el calabrés pero lo cierto es que sus argumentos sencillos y cercanos a la tierra me han servido para reafirmarme en el colecho infantil. Quién me lo iba a decir.