Las lealtades.
Son lazos invisibles que nos vinculan a los demás -lo mismo a los muertos que a los vivos-, son promesas que hemos murmurado y cuya repercusión ignoramos, fidelidades silenciosas, son contratos pactados las más de las veces con nosotros mismos, consignas aceptadas sin haberlas oído, deudas que albergamos en los entresijos de nuestras memorias.
Son las leyes de la infancia que dormitan en el interior de nuestros cuerpos, los valores en cuyo nombre actuamos con rectitud, los fundamentos que nos permiten resistir, los principios ilegibles que nos corroen y nos aprisionan. Nuestras alas y nuestros yugos.
Son los trampolines sobre los que se despliegan nuestras fuerzas y las zanjas en las que enterramos nuestros sueños.
Así comienza la nueva novela, corta esta vez, de Delphine de Vigan. Hace una semana, un día antes del confinamiento por el COVID-19, leí en un artículo de una revista cultural sobre Delphine de Vigan y la publicación de una nueva novela hacía solamente unos meses. Amazon me trajo Las lealtades al día siguiente y no ha sido hasta ayer que comencé a leer la obra, 24 horas enganchada a la novela corta que te revuelve el cuerpo y el espíritu. Como reza el título, la novela de Delphine de Vigan gira en torno al concepto de lealtad: lealtad conyugal, social, lealtad con uno mismo, lealtad con los progenitores, con marido y mujer, con tu madre, con tu padre. Como dice la autora, «la lealtad nos construye pero también nos aleja de los demás, nos aísla y nos encierra».
Cuatro son los personajes que articulan la novela: Hélène, Théo, Mathis y Cécile. Dos pre-adolescentes a los que une un sentimiento de soledad, Cécile y sus consultas con Felsenberg, su conversación polifónica consigo misma y Hélène, con su mirada especial sobre la realidad por las huellas que la vida le ha ido imprimiendo en la piel. Los cuatro transitan y se cruzan sin llegar a tocarse, viven una realidad común y los contratos adoptados por cada uno de forma tácita sobrevuelan la lealtad que cada uno ostenta con los demás.
De entre todos los personajes, el de Théo y sus padres, es el que más eco me ha provocado. Cómo un niño guarda una lealtad total a sus padres a costa de sí mismo, sacrificando su vida, sus vivencias. Cómo, por otra parte, esa lealtad lo configura y lo modela en la soledad, en los compartimentos estanco de la confrontación papá-mamá. Théo recuerda en un pasaje de la novela las peticiones de su padre, una retahíla de «no le digas a tu madre…» seguido de un mantra de «dile a tu madre…» que a mí, como lectora, me remiten al egoísmo más puro. Y un detalle, el único recuerdo que tiene Théo de sus padres, cuando tenía solo cuatro años, un puñal que se te clava sin anestesia.
La lealtad, ese sentimiento de respeto a los principios de cada uno, a los compromisos que has firmado con alguien, debe, a veces con buen criterio quebrantarse. Ese quebranto no debe leerse siempre como traición, a veces la valentía es el sentimiento que impulsa esa transgresión. Hablamos de esa lealtad que en ocasiones nos une y nos hace más fuertes y, en ocasiones, nos ata un ancla en el pie para hundirnos sin remedio en la oscuridad de la soledad no compartida.